Por: Noé Meneses Valencia.
Su cuerpo fue abrazado por la tierra al caer, eso atestiguaron los curiosos que lo vieron morir en el paredón. Sobrevivieron por unos instantes más al acto injusto, el humo que despedían los restos del puro y la pólvora que flotaba en el ambiente, Carlos Fortino Sámano, el hombre del ejército constitucionalista que se unió a las filas de la revolución, camino erguido aquella mañana fría; sereno y con la certeza de que habría de conocer el dolor del instante; junto a un pueblo que presencio el gesto más extraordinario que habría ver en un hombre, antes de ser fusilado.
A su alrededor nadie clamo justicia por el robo, que dicen cometió. Más bien, parecía que con su presencia no solo su madre, su esposa e hijos, sino también; el silencio, la expectación y el asombro que lo acompañaron minutos antes de su muerte, querían detenerlo todo.
No debo nada, por eso no temo nada – pensó Fortino. Y apoyo su pie sobre esa piedra, que estaba a su lado.
No había arrepentimiento. Y solicito dar la orden de su ejecución, pero le fue negada. Tomo de la bolsa de su saco negro, unos cerillos y prendió su puro, era ese el momento, en que más solo habría de estar. Sus ojos no revelaban suplicas a unos minutos de ser pasado por las armas, el valor lo acompaño desde las 9:30 am de aquel sábado 2 de marzo de 1917 hasta su último aliento. No fue el acompañamiento espiritual que el sacerdote habría de darle al momento de ser encapillado, lo que le hizo no perder fuerza, en su interior ya había paz. Era un miembro del ejército constitucionalista que se sabía con el deber cumplido y que vio triunfar la revolución.
La noticia de su ejecución, las gestiones ante Carranza para no ser ejecutado, y la duda de que se le acusaba de un robo que no cometió, estuvieron presentes ese día en la mente de los curiosos que habrían de confirmar, con tal arrojo su inocencia. Pero al pelotón, aun le faltaba ver como al Capitán Primero Carlos Fortino Sámano al momento de sujetar el puro con los dientes, se le dibujaría una sonrisa en el rostro acompañada de una mirada franca, que no cambiaría, cuando el respeto por el acto lo llevo a quitarse con la mano derecha el sombrero de la cabeza.
Los curiosos que se agolparon ese día, pasaron de ser simples espectadores a jurado que quería exonerarlo del delito por el que se le condeno, fue como una segunda instancia que se instituyo en el acto y que fue abruptamente disuelta por las ráfagas que ejecutarían la sentencia de muerte de Fortino.
Al caer lo abrazo la tierra, eso lo dijeron los presentes que se retiraron, consternados, impávidos, y en su soledad, de nuevo a la cotidianeidad. No podían creerlo, pero se retitaron uno a uno o en grupos tal y como llegaron, pero ese día, antes de voltear a ver el cuerpo inerte de Fortino por última, vez se fueron siendo otros, Fortino les dejo su valentía y su inocencia. Ahora irían en busca de absolución, de arrojo, de certeza, de serenidad y de valentía. A pesar de que en unos meses tendrían una nueva constitución, habían presenciado un acto sin garantías de ningún tipo.
Un diario de la época registro el momento así “Pero, no obstante el reo conservo en circunstancias tan críticas y solemnes una tranquilidad que seguramente no fingía, pues en su semblante no había una sola contradicción que el sufrimiento le produjera.”“Una vez más la justicia revolucionaria cae implacable sobre un miembro del ejército” decía el encabezado, pero Fortino al ser doblado por las balas cayo y como arrebato de solidaridad la tierra lo abrazo.